doi.org/10.15198/seeci.2016.41.45-65
INVESTIGACIÓN

LA PINTURA DE HISTORIA: ¿EL PRESENTE EN EL PASADO O EL PASADO EN EL PRESENTE?
THE PAINTING OF HISTORY: THE PRESENT IN THE PAST OR THE PAST IN THE PRESENT?

Mª Magdalena Ziegler Delgado1
Licenciada en Artes (mención Artes Plásticas) (Ucv)
Especialista en Historia y Teoría de las Artes (Ucv)
Magister en Historia de las Américas (Ucab)
Doctor en Historia (Ucab)
Profesora a tiempo completo de Historia del Arte y la Cultura
(Universidad Metropolitana, Caracas, Venezuela)
https://www.researchgate.net/profile/Maria_Ziegler_Delgado

1Universidad Metropolitana. Venezuela

RESUMEN
A través de la revisión de cinco los casos particulares de los artistas Jacques-Louis David, Benjamin West, Francisco de Goya y Lucientes, Eugene Delacroix y John Trumbull, se demuestra como la pintura de corte histórico desde finales del siglo XVIII presenta una re-interpretación del significado de la historia y los hechos del pasado en su respectivo presente. Aunque la pintura de historia no es un género nuevo para el final del siglo XVIII, sí tenía unos claros lineamientos muy respetados por los círculos académicos en Occidente. La novedad radica en que desde la pintura se aborda una nueva visión de la historia en sintonía con las necesidades del presente. En este sentido, asumiendo cada una de las obras analizadas como la solución a un problema, se descifra a la obra misma en tanto aporte solvente.

PALABRAS CLAVE: Pintura, Historia, Arte, Filosofía de la Historia

ABSTRACT
Through the review of the five individual cases of the artists Jacques-Louis David, Benjamin West, Francisco de Goya y Lucientes, Eugene Delacroix and John Trumbull, it is shown how historical painting since the late XVIIIth Century presents a reinterpretation of the meaning of history and the facts of the past in their respective present. Although history painting is not a new genre at the end of the XVIIIth Century, it did have clear guidelines highly respected in academic circles in the West. The novelty is that a new view of history is approached, in tune with present needs is configured from the paintings. In this sense, assuming each of the artworks analyzed as the solution to a problem, every art work is deciphered as a solvent contribution.

KEY WORDS: Painting, History, Art, Philosophy of History

Recibido: 10/05/2016
Aceptado: 28/08/2016
Publicado: 15/11/2016

Correspondencia: Mª Magdalena Ziegler Delgado
mziegler@unimet.edu.ve

1. INTRODUCCIÓN

El final del siglo XVIII y el comienzo del siglo XIX es también un período de grandes esfuerzos por la preservación de una tradición que se niega a ceder su lugar, que se resiste a la Revolución Industrial y que no tiene cabida en una sociedad cada vez más laica, más abierta y más inquieta en su marcha en busca del progreso. Los cambios políticos y sociales que se suscitan a partir de finales del siglo XVIII marcarán el ritmo de las exigencias en otros escenarios.
El arte también hará revolución y con su hacer arrastrará ideas de todo tipo. De una esfera político-religiosa fundamentalmente, el arte migrará –a veces con parsimonia, a veces con radicalismos inusitados- hacia una esfera político-social con visos poéticos, prosaicos e incluso religiosos en un nuevo sentido. Esta migración resulta más un peregrinar en busca de nuevas respuestas, de vías distintas de construcción de una visión de la realidad, ya no preconcebida desde la institucionalidad tradicional (la Iglesia y el Estado) sino configurada a partir de nuevos elementos, de factores que previamente no habían sido considerados o que no gozaban de un gramaje notable.
No perder la capacidad de comunicar, de conectar con el espectador fue un reto sustancial para las manifestaciones artísticas desde mediados del siglo XVIII en adelante. La corriente estipulada por la Contrarreforma católica y su desarrollo de los elementos teatrales de la imagen (retórica, decoro, verosimilitud y persuasión)1, fundamentalmente basada en la exaltación del poder religioso y su simbiosis con el poder político, ya no parecía responder ni a las inquietudes del público ni a las necesidades de algunas élites intelectuales. En este sentido, los artistas debieron enfrentar la solución de algunos problemas de expresión artística que sacudirían incluso los temas y cómo estos eran presentados.

1Ver Checa y Morán (1999) para mayores detalles sobre el uso de la teatralidad en la plástica barroca.

La pintura de historia no era ciertamente nueva para finales del siglo XVIII, pero sí hubo cambios significativos en el modo cómo los artistas interpretaron el papel de la historia y su relación con las artes. No es casual que las últimas décadas de este siglo vean la presentación de nuevas ideas en torno a la historia y su sentido. Hasta el siglo XVIII la historia no era más que el recuento de las cosas hechas (res gestæ) o, en todo caso, de las cosas que pasaron (res gestarum). En otras palabras, el presente sólo podía ser grande si encontraba algún paralelo en los gigantes del pasado que había hecho cosas extraordinarias (Mitre, 1997).

2. OBJETIVOS Y METODOLOGÍA

Más allá de las visiones diversas acerca de la historia, su función y sentido, lo esencial es el desarrollo amplísimo de la conciencia histórica durante todo el siglo XVIII, que impulsará a la historia misma como una herramienta de reflexión, interpretación y, por supuesto, conocimiento del hombre y del mundo a todo lo largo del siglo XIX. Esa capacidad auto-reflexiva que es ingénita a la conciencia histórica llevará a la configuración de nuevas posturas hacia el pasado histórico desde todos los ámbitos. El hombre ya no se veía a sí mismo de la misma manera en el presente, tampoco podía verse de la misma forma en el pasado. El horizonte histórico, existencial y vivencial estaba cambiando.
Así las cosas, las artes no podían permanecer ajenas a las nuevas posturas en torno a la historia y al pasado que tanto había nutrido los lienzos y los mármoles. La relación entre el pasado y el presente no podía ser la misma en tiempos de cuestionamiento de todo orden establecido, en tiempos de serias dudas sobre el orden político del ancienrégime, de la Iglesia e incluso de la cotidianidad profundamente afectada por los cambios indetenibles de las Revolución Industrial y con ella, de las aspiraciones sociales de quienes había tenido a la sumisión como única opción de vida.
Para algunos artistas parece haber sido evidente que, frente a lo irremediable e irrepetible del hecho histórico, la única salida era la apropiación y reelaboración del pasado. Pero ni esta reelaboración ni esta apropiación se hicieron asépticamente, pues el presente fue el escenario en el cual ese proceso se llevó a cabo y, con toda su carga cultural, el presente matizó el pasado. En una revisión panorámica de algunos casos escogidos, es posible notar cómo cada generación presenta una interpretación particular de la historia, revisando la visión precedente para presentar un modelo propio. Así, a partir del siglo XVIII, no siempre el pasado, como alimento de la historia, fue asumido simplemente como la fuente para el recuerdo de grandes personalidades y hazañas sino que interactuó de forma más activa con el presente para interpretarlo y propulsar el acercamiento al futuro.

3. DISCUSIÓN

3.1. Política, arte y revolución en Jacques-Louis David

Las exigencias de la vida pública en Francia serán muy distintas después de la Revolución francesa de 1789. Un nuevo orden político igualitario debía hallar conexión identitaria con la práctica artística y viceversa. En el Salón parisino de 17912, Jacques-Luis David no participó con una gran pintura de tema histórico a la usanza tradicional como lo habían sido sus ya célebres obras El Juramento de los Horacios (1784) o La muerte de Sócrates (1787). Por el contrario y estableciendo una inigualable conexión con las demandas del contexto, David participa con un dibujo, muy acabado, pero finalmente una obra inconclusa, más bien, el proyecto de una obra. Se trató de El Juramento del Juego de Pelota (Lám. 1).

2Cabe destacar que éste fue el primer Salón a efectuarse luego de los sucesos revolucionarios de 1789.

La obra presentaba un acontecimiento capital para la vida revolucionaria y ciudadana de hacía apenas 2 años atrás: el momento en el cual los delegados del Tercer Estado se asumen como representantes de un cuerpo político más amplio y juran mantenerse en asamblea permanente hasta tanto no produjeran una constitución para una Francia que debía dejar en el pasado las nociones del ancienrégime. Sin embargo, Thomas E. Crow (1989) destaca que “para captar el momento, David concibió un juramento de los Horacios multiplicado, que obligaba ahora a los representantes reunidos de la nación a una nueva fundación de la autoridad civil” (p. 327). Procede así, David, a retomar formulas plásticas exitosas para configurar una pintura que será novedosa por otras razones. Interesante es que la obra era un encargo realizado por un grupo político no oficial que se autodenominaba «Sociedad de Amigos de la Constitución» y no por el Estado3. Además, se esperaba que la obra final, un enorme lienzo en el cual las figuras en primer plano tendrían tamaño natural, “sería pagado por 3.000 suscriptores que recibirían un grabado del mismo. El destino definitivo de la obra era el vestíbulo de la misma Asamblea Nacional” (Crow, 1989, p.328).

3Este grupo no era todavía el grupo de radicales que encabezaría más tarde Maximilien Robespierre, sino un grupo bastante más abierto y plural, políticamente hablando. Podía hallarse en él tanto a monárquicos como reformadores. Esta Sociedad se creó en el mes de Abril de 1789 (en Versalles) y llegó a ser conocida también como el Club Bretón antes de pasar a convertirse en el Club de los Jacobinos.

De lo anterior, más que la simple anécdota, deseamos destacar a los ojos del lector el hecho de que la obra, dada la forma como se presenta el acontecimiento, la manera como se pretendió sería financiada y el destino final de exhibición de ésta, apuntó a lo que Crow (1989) ha llamado “la ejecución de la voluntad pública” (p.328). Incursionaba así David en predios muy diferentes a los de la voluntad divina o la voluntad del soberano que habían distinguido a las grandes obras de arte hasta entonces. Al pisar el terreno de la voluntad pública, David lograba generar un sentimiento de unidad en un porcentaje muy amplio de la sociedad y se desprendía de las ataduras impuestas por las manifestaciones tradicionales de poder emanadas de la Iglesia y el Estado monárquico.
Dirigiéndose al presidente de la Asamblea Nacional, David mismo explicó que:
“Antes los artistas no solían tener temas y no les quedaba más remedio que repetirse, ahora son los temas los que no tienen artistas. Ninguna historia de ningún pueblo me brinda nada tan grande ni tan sublime como ese juramento del juego de Pelota que debo pintar. No, no tendré que invocar a los dioses de los mitos para pedirles que me inspiren. ¡Nación francesa! Deseo difundir tu gloria. Pueblo del universo, presente y futuro, deseo enseñarte esta gran lección. Sagrada humanidad deseo recordarte tus derechos, mediante un ejemplo único en los anales de la historia. ¡Oh, ay del artista cuyo espíritu no se inflame cuando le abrazan causas tan poderosas!” (Jacques-Louis David citado por Johnson, 1993, p.81-82).
A todas luces, con esta obra, David daba una contundente respuesta al problema nodal para el arte de su tiempo. Al liar la grandilocuencia de la pintura histórica tradicional y los anhelos del nuevo ámbito público y ciudadano, el pintor se colocaba como el principal conector entre el arte y la inmediatez del presente que construía una historia distinta a aquella de las emblemáticas figuras atemporales de las manidas alegorías de la gran pintura histórica. Michael Burleigh (2005) lo refrenda con claridad al expresar que El Juramento del Juego de Pelota significó “un contrato con el futuro” (p.93).
Su compromiso era sincero. Fue David un activo político y un fervoroso ciudadano. Según nos refiere Luc de Nanteuil (1990), David se dejó llevar por el torbellino revolucionario iniciado en 1789, año en el que conoce a Maximilen Robespierre (1758-1794), quedando absolutamente fascinado por su apasionado republicanismo. Este furor político le llevó incluso a romper con la Academia y a conformar la «Comune des Arts» con un grupo de artistas también disidentes de esta institución. Terminó este pintor alejado de su esposa (una ardiente regalista) y cuando Robespierre asumió el poder en Francia, David sería su maestro de ceremonias. Ya en 1791, por sugerencia de Robespierre, organizó la ceremonia de traslado de los restos de Voltaire al Panteón, la cual implicó una procesión militar acompañada por niños, mientras una efigie del sabio francés era flanqueada por una jovencita vestida en alegoría de las bellas artes y, por supuesto, por los hombres de letras y los académicos.
Ya en 1793, David propondría la erección de una estatua realizada con el bronce de los cañones capturados a los enemigos de Francia; el pedestal sería realizado con los fragmentos de piedra de las esculturas arrancadas a la fachada de la Catedral de Notre-Dame. De Nanteuil (1990) refiere una fiesta en particular celebrada el 10 de Agosto de 1793 y organizada por David. Para ella se erigió una Fuente de la Regeneración en el lugar de la Bastilla, que tenía como principal figura una mujer de nutridos senos; de ellos, exprimidos con sus propias manos, fluía abundante agua pura de la cual bebieron todos y cada uno de los 86 representantes de la Asamblea; una salva de artillería fue disparada cada vez que uno de los diputados bebía del agua regeneradora. El poeta André Chénier (1762-1794), quien dos años antes alababa al pintor, le recriminó en esta oportunidad ser parte de la locura que encarnaba el incorruptible.
David terminaría siendo electo diputado a la Convención Nacional en 1792, propuesto por Jean-Paul Marat (1743-1793). En enero del año siguiente, el pintor votaría con entusiasmo por la ejecución de Luis XVI. Sin embargo, más allá de sus radicales posturas políticas, David propuso la realización de un inventario de todos los tesoros nacionales, la creación de museos en cada département del país y la centralización de una colección de obras maestras en París. Esto lo ubica como uno de los pioneros en la preservación del patrimonio artístico ya concebido como herencia nacional (Macarrón, 2001 y González Varas, 2006).
En Mayo de 1794, a partir de una idea original de Robespierre, David organizó el Festival del Ser Supremo, llevado a cabo el mes siguiente. El incorruptible deseaba fundar una nueva religión basada en la creencia en un Ser Supremo y en la inmortalidad del alma, glorificando las virtudes de la familia y el patriotismo. El pintor ideó una procesión desde las Tullerías hasta el Campo de Marte, siendo responsable incluso de la música y los himnos que se entonaron. Con todo, no cabe duda que David se había convertido no sólo en el gran maestro del arte de la revolución, sino en el principal planificador y ejecutante de la nueva dinámica de manifestación de la voluntad pública, tal y como ya lo declaró con su proyecto de El Juramento del Juego de Pelota en 1791.
No podemos dejar a Jacques-Louis David a un lado sin antes referirnos a lo que sería su máximo compromiso revolucionario expresado a través de la pintura. A mediados de Enero de 1793, la Convención debía decidir el destino del rey Luis XVI y en una cerradísima votación de 361 a 360 se decanta por la ejecución del monarca. El voto decisivo, según rumores de la época, fue el de Louis-Michel Lepeletier de Saint-Fargeau (1760-1793), quien además había propuesto ya reformas educativas de corte espartano y era firme aliado de Robespierre. El caso es que la noche del día anterior a la ejecución del rey, Lepeletier fue asesinado de un sablazo en un restaurant del Palais Royal4. David pintaría el momento de su muerte, más bien de su agonía, pues no murió instantáneamente, sino que agonizó por algunas horas en casa de su hermano. Este cuadro, ahora perdido5, se conoce por un grabado que de él realizó Pierre Tardieu (1756-1844) a partir de un dibujo que elaboró un alumno de David, AnatoleDevosge (1770-1850). En esta obra (Lám.2) podemos ver al agonizante Lepeletier con el torso desnudo y visible la herida ocasionada por el sable en su costado.
Más tarde, tocará el turno a Jean-Paul Marat. Compañero de Robespierre y Lepeletier, fue un ardiente jacobino. Para mediados de 1793, el político, algo retirado de la palestra pública debido al agravamiento de su enfermedad de la piel, trabaja en su casa, sumergido en agua de azufre y con la cabeza envuelta en un paño empapado en vinagre. Son los calurosos días de Julio. El día 12, David le visita y conversan largamente. El día 13, Charlotte Corday (1768-1793), girondina de convicción, asesina a Marat de una puñalada6. El pintor fue el último de los notables miembros de la Convención en ver con vida al revolucionario y en recuerdo de éste, tal como había hecho con Lepeletier, elabora su célebre obra La Muerte de Marat ese mismo año (Lám. 3). Con gran simplicidad, David muestra al jacobino en su bañera, con su pequeño escritorio de trabajo, ya muerto y aun sujetando la pluma (su única arma); cerca del hombro derecho, la herida mortal causada por la daga de Corday que yace en el suelo.

4Lepeletier dejó una hija de 11 años, Suzanne, que sería retratada por David en 1804, pero al momento de la muerte de su padre ésta fue adoptada por la nación francesa y recibió el título de “Hija del Estado”.

5La última vez que se supo de su paradero fue en 1826, en la colección del Louvre. Se cree que fue destruido por la propia hija de Lepeletier.

6Había viajado a París desde Caen expresamente para ello y empleó el ardid de tener información sobre una supuesta conspiración contra la Convención para que Marat le concediera una entrevista.

El cuadro sobre Marat fue develado al público el 16 de Octubre de 1793, presentado en conjunto con aquel acerca de Lepeletier. David se encargó de organizar una solemne ceremonia en homenaje a estos dos ilustres revolucionarios. Crow(1989) la describe así:
“En el patio del viejo Louvre, los retratos de Marat y de Lepeletier aparecían colgados sobre una pareja de sarcófagos; por encima de ambos se había erigido una estructura en forma de capilla. La marcha ritual del cortejo terminó ante aquella suerte de doble altar. La asamblea de celebrantes entonó himnos funerarios y se pronunciaron juramentos de patriótica lealtad a los muertos” (p.331).
Es arriesgado afirmar que con esto David abría el camino a la religión nacional y cívica, pero no puede negarse que esta ceremonia convirtió a Lepeletier y Marat en apropiados mártires de la revolución (Burleigh 2005). Más aun, David apeló sagazmente a las formas iconográficas conocidas y aceptadas por el pueblo en la esfera del Cristianismo para presentar los cuerpos yacentes de los dos pro-hombres. En ambos casos, el recuerdo de la forma plástico-temática de la Pietá cristiana es imposible de obviar: la propia herida de Lepeletier recuerda a la herida ocasionada por la lanza en el costado del cuerpo de Cristo, por ejemplo. Con astucia, David sacó provecho de la tradición para dar un salto cualitativo hacia la Modernidad. En otras palabras, resolvió un problema de su tiempo con herramientas y recursos tradicionales, convirtiendo el resultado en una verdadera revolución artística.
Si El Juramento del Juego de Pelota había constituido la manifestación de la «voluntad pública», las dos obras anteriores serían la prédica del sacrificio necesario para la preservación de dicha voluntad. Con El Juramento, David planteó un proyecto, con las obras sobre Marat y Lepeletier, planteó un camino a partir de férreos principios. Adicionalmente, El Juramento había obligado a David a reflexionar plásticamente sobre la representación del presente que construye futuro y no sobre el pasado tradicional. Así, la interpretación de un acontecimiento presente que construiría futuro requería modos distintos y David los halló.

3.2. La historia reinventa su discurso: Benjamin West

Antes que David, el pintor estadounidense Benjamin West había trastocado la tradición de modo similar. Con su Muerte del General Wolferealizada en 1770 (Lám.4), West causó sensación en la Royal Academy. No obstante, no todas las apreciaciones fueron positivas. James Wolfe7 (1727-1759) era un héroe trágico, doce años antes había vencido a los franceses en la Batalla de Plainesd’A braham –durante la Guerra de los Siete Años-, en la cual murió herido al final. Era un personaje importante para la gloria reciente del imperio británico, por lo que la representación de su muerte no podía ser la representación de cualquier suceso.

7La obra gustó mucho al rey George III de Gran Bretaña y West realizó una copia especialmente para él, quien a raíz de ello le nombró pintor de la corte para obras históricas. La obra original, dado el tema representado, fue enviada al Canadá. La obra en sí fue reproducida numerosas veces a través del grabado y obtuvo gran difusión.

West resuelve la escena comprimiéndola en un solo momento crucial, épico y culminante: la muerte del general. Pero aunque la muerte del héroe es el centro, el cuadro aborda todos los detalles del acontecimiento, el desembarco de las tropas británicas desde el rio San Lorenzo, la huida de los franceses y la muerte del comandante de sus tropas, el General Louis-Joseph, Marquis de Montcalm. La presencia de un nativo de las tribus del Norte de América nos recuerda además que lo que se ve sucedió en el Nuevo Mundo y no en el Viejo. Claro que, resulta absurdo pensar que el momento de la muerte del General Wolfe haya podido suceder así, rodeado de todos sus oficiales, después de todo, estos han debido estar muy ocupados en el fragor de la batalla.
Sin embargo, West apostó a la presentación del grupo fundamental a partir de un grupo iconográfico muy conocido en el imaginario cristiano. Sí, el grupo de la Pietá ampliada, es decir, del Descendimiento de la Cruz, cuando Cristo es no solo abrazado por su Madre, sino rodeado por María Magdalena y José de Arimatea. El artista empleó los modelos del pasado pero de modo renovado, resemantizando incluso su significado. De hecho, en esta obra, Wolfe deja de ser un simple héroe de guerra para ser deificado como una especie de mártir por la causa británica, lo que sería potenciado por las miles de reproducciones en grabado que circularon en Inglaterra y fuera de sus fronteras (Grossman, 2014).
Pero, en realidad, no fue este novedoso uso de las formas tradicionales lo que causó estupor ante algunos miembros de la Royal Academy. Evans Grosse (1959) apuntó ya que lo que desagradó entonces, incluyendo a Joshua Reynolds (su presidente), fue el modo como West decidió vestir a los protagonistas de la escena: tal y como se supone habrían vestido en el propio momento del suceso, con los uniformes militares correspondientes. La costumbre estipulaba que las grandes hazañas debían ejecutarse por hombres ataviados a la usanza de la Antigüedad clásica. La controversia fue enorme, pues –según se pensaba- West había degradado no sólo la pintura, sino el trágico momento en sí.
Al acercar la escena pintada a la realidad del presente, West la habría hecho prosaica y vulgar. La grandeza parecía estar entonces sólo en el pasado atemporal, es decir, clásico. Pero al público le fascinó esa cualidad nueva de ‘se está allí’ que proveía la pintura de West. Lloyd Grossman (2014) reporta que para West la misma verdad que guía la pluma del historiador debería gobernar el pincel del artista. Sin embargo, la escena que este pintor termina presentando está muy lejos de la verdad histórica y era de esperarse debido a la solución plástica ya descrita.
En cualquier caso, el reconocimiento de la realidad con lo representado en la superficie pictórica se había iniciado y de un modo distinto a lo visto con anterioridad. Si en La rendición de Breda (1634), por ejemplo, Diego de Silva y Velázquez (1599-1660) presentó una escena total y absolutamente contemporánea, lo hizo con toda la prestancia y la solemnidad correspondientes. West, en cambio, convierte en mito un evento contemporáneo, es decir, toma un evento de su tiempo y lo eleva al nivel de la historia clásica o bíblica, sin que luzca como un evento de la historia clásica o bíblica. Así, el acontecimiento representado muestra al imperio británico como una misión providencial, indetenible y predestinada.

3.3. Decepción y realidad en Francisco de Goya y Lucientes

Con los enormes lienzos La carga de los mamelucos o el 2 de Mayo de 1808 y Los fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío o los fusilamientos del 3 de Mayo (Lám. 5 y 6), ambos de 1814, Francisco de Goya realiza una afirmación plástica que le despega de la representación tradicional de la historia en la pintura. Algunos se inclinan a calificar a estas obras como sendos aldabonazos de realismo en el arte, pero “su realismo no es copia de la realidad, es lo que queda cuando la ideología salta a pedazos” –como bien lo ha afirmado Giulio Carlo Argan (1975, tomo I, p.36).
Aunque la referida a los sucesos del 3 de Mayo de 1808 ha sido mucho más reproducida que la referida a los sucesos del día 2 de mayo de 1808, las dos pinturas fueron concebidas por Goya para ser exhibidas en conjunto. Ambas constituyen un programa iconográfico. A comienzos de 1814, Goya solicita al Consejo de Regencia de España apoyo financiero para la realización de dos obras de gran formato que permitan perpetuar las heroicas acciones del levantamiento del pueblo de Madrid contra el tirano de Europa, Napoleón Bonaparte. El dinero le fue concedido al maestro con gran celeridad y rápidamente se puso a trabajar.
En el primer lienzo, Goya muestra una escena del levantamiento que iniciaría la Guerra de Independencia española contra la ocupación francesa. Este levantamiento se realizó contra los efectivos musulmanes de las milicias francesas, pero al ver la obra, ni entonces ni ahora, es posible evitar que la memoria haga referencia a la lucha centenaria contra los moros y que avivara en tiempos de Bonaparte el sentimiento nacionalista español. En el segundo lienzo, el más conocido, Goya representa la escena de la ejecución de los involucrados en la revuelta que el primer cuadro mostraba. Las tropas francesas parecen una máquina de matar, no asoman sus rostros y sus oscuros uniformes les convierten en los verdugos de los sacrificados por la libertad, quienes mueren con los brazos en cruz, para recordarnos el martirio del que son víctimas.
Pierre Daix (2002) explica sobre las dos obras que
“Goya nos hace entrar en el espacio mismo de la escena pintada, junto a los españoles que atacan a caballos y jinetes, en medio de la represión furiosa, donde los franceses, de espaldas, con chacó y sin rostro, son ya los robots asesinos que Picasso colocará en 1951 en sus Masacres en Corea” (tomo I, p.128).
Aunque los dos cuadros fueron pintados seis años después de los sucesos, Goya fue testigo de estos, por lo que su propuesta es la visión de quien tuvo frente así el alzamiento popular y sus consecuencias inmediatas.
Goya vivía por entonces en la Puerta del Sol, lugar de los hechos del 2 de Mayo y se sabe que se acercó junto a su criado a la montaña del Príncipe Pío tan sólo unas pocas horas después de que los ciudadanos capturados fueran fusilados, por lo que ha debido observar los cadáveres apilados en posiciones que de seguro le impresionaron por su violencia y crueldad. Así pues, a partir de su talante ajeno a toda idealización, el pintor español se planta en negación ante todo aquello que dulcifica y modula un acontecimiento.
Pero la negación de Goya va más allá. Para Argan (1975), el pintor niega incluso la ideología, pues al hacerlo “niega también la historia, que para él es una ideología del pasado porque representa al mundo como se hubiera querido que fuese” (tomo I, p.36). Así las cosas, ni siquiera la naturaleza queda a salvo en Goya, porque no le es plausible representarla como se desea ésta sea. Los fusilamientos del 3 de Mayo entonces sería un cuadro realista en tanto y cuanto no hay mediación de superstición alguna que modifique lo que se representa. No hay superstición del oscurantismo, pero tampoco de la razón, porque -bien ya lo espetaría el propio Goya- en su sueño ésta produce monstruos. Sería el pintor español, tal y como le califican Robert Rosenblum y H. W. Janson (2004), “un cercano y a veces siniestro paralelo de David” (p.50).
Sin embargo, las víctimas de los fusilamientos no son héroes al estilo clásico de David, ni en un sentido re-santificado como había planteado West. Son, en cambio, el terror de las ideologías iluminado únicamente por el farol situado en medio del cuadro que deja en oscuridad el resto de la escena. A ratos la luz parece el relámpago de un flash fotográfico que revela la tragedia, el drama que es presentado sin medias tintas. Esta representación de la historia reciente tiene para Goya la indudable carga que cuestiona si existe verdaderamente algún fin moral en la barbarie de tan inmorales medios. Así, la referencia al crucificado de parte del hombre de la camisa blanca, no puede leerse del mismo modo que se ha leído La muerte del General Wolfe de West. Goya no pretende ninguna alusión a la esperanza en la redención a través del sacrificio, ni la valía de ese mismo sacrificio para dar paso un mejor proyecto. Este artista español introduce la referencia a la iconografía cristiana, porque para él la religión y la historia, son superstición inútil, un callejón sin salida.
No olvidemos además que las dos obras en cuestión fueron concebidas por Goya para ser comprendidas en conjunto. Mientras que Marat en la obra de David es prácticamente una estatua homenaje que coloca un hito en la historia de Francia, los fusilados de Goya no son sino espanto y muerte. Si no plantamos ambas obras una al lado de la otra, no permitiremos que el discurso iconográfico se despliegue enteramente. Los alzados el 2 de Mayo tienen un motivo, algo que los empuja y estimula; los fusilados el 3 de Mayo ya lo han perdido todo y ni siquiera su muerte está planteada como un inicio providencial, como un sacrificio necesario. No hay en la segunda obra una sola referencia a la idea por la que se suponen son ejecutados. “En tanto, la ciudad duerme. Eso es la historia” (Argan, tomo I, p.38).

3.4. El huracán Eugene Delacroix

Necesaria en esta revisión es la singular pintura de Eugene Delacroix, La Libertad guiando al Pueblo (Lám.7), ejecutada en 1830, justo después de la Revolución de Julio que dio al traste con la Restauración borbónica en Francia, para dar paso a la monarquía burguesa de Louis-Phillipe de Orléans. Delacroix presentó la obra en el Salón oficial del año siguiente y, para estupor de muchos, la obra resonó entre el resto de las pinturas que tenían también por tema la Revolución de Julio. El Estado francés compraría la obra por 3.000 francos. Pretendió colgarse en el propio Salón del Trono para servir de recordatorio al rey Louis Phillipe acerca de la revolución que le había llevado al poder. Sin embargo, nunca llegó a exhibirse allí sino en el Palacio de Luxemburgo y sólo por algunos meses. Se temía que la obra alebrestase los ánimos demasiado o que sirviera de estímulo para nuevas revueltas popular. Finalmente, la obra fue a parar de nuevo a manos de Delacroix en 1832 y –según reporta Albert Boime (2008)-, Jules Champfleury (1820-1889) habría expresado que desde mediados de 1848 la pintura fue escondida en un ático por considerársele demasiado revolucionaria. Tan solo en 1874, esta obra entraría en la Colección del Museo del Louvre y se exhibiría de forma permanente.
Empero, mientras el resto de las pinturas de igual tema expuestas en el Salón de 1831 presentaban escenas más bien pintorescas y sin protagonistas destacados, en un escenario urbano que abarca el mayor porcentaje de la superficie pictórica, Delacroix sorprende haciendo exactamente lo contrario. La obra no indica al espectador en qué parte de París sucede lo que se ve, las figuras prácticamente de tamaño natural parecen abalanzarse sobre el espectador dado el bajo punto de vista de la obra y, además, una mujer hace las veces de líder de la turba que se viene al frente entre las barricadas. ¿Qué es realmente lo que ve el espectador? ¿Qué es lo que el artista quiere decirnos?
De acuerdo con Argan (1975), esta pintura excepcional muestra que “para Delacroix (…), la historia no es ejemplo ni guía del hacer humano, es un drama que comenzó con la humanidad y perdura en el presente. La historia contemporánea es lucha política por la libertad” (tomo I, p.57). Señala incluso este autor que esta obra es “el primer cuadro político en la historia de la pintura moderna” (Argan, tomo I, p.57), haciendo la salvedad que, para su autor, –como para todos los románticos en general- la política no era un asunto demasiado claro, llegando a ser hasta contradictoria, por ello debe comprenderse a un Delacroix revolucionario en 1830 y a uno contrarrevolucionario en 1848. Así, mientras se declara antiburgués, él mismo vive como uno de ellos y disfruta de las bondades de las crecientes fortunas de la burguesía.
En cualquier caso, Delacroix elaboró una obra que implicó para él enfrentar un problema socio-político sustancial para su tiempo: ¿Cómo incluir al pueblo en la lucha política? ¿Qué anhelo político fundamental puede ser compartido por todos? No cabe duda que la respuesta a esta última pregunta fue respondida de forma clara en el cuadro: la Libertad. Ahora bien, la respuesta a la primera de las interrogantes es más complicada (y delicada), pero dados los sucesos de Julio de 1830 no había otra posible: reclamando en las calles su derecho a la Libertad aun cuando esto implicase la lucha armada contra el status quo.
La Libertad guiando al pueblo es la primera obra que aborda el polémico tema de la participación popular en la política con el recurso retórico de la alegoría. De allí su valor fundamental. La solución de Delacroix fue única, emblemática, estridente y directa. Pero esta alegoría ha recibido además un baño de realidad incuestionable: no porta la tradicional y clásica espada, sino que empuña un fusil; no guía al pueblo desde lo alto o desde un punto distante sino que se mezcla con él, comandándole con la bandera de Francia. La ambigüedad de su caracterización la hace más atractiva: ¿Es la Libertad o es Francia? ¿Es ambas? Más aún, ¿es Francia la libertad? ¿Está Francia predestinada a ser libre y con ella su pueblo? En esta obra, la figura de la diosa clásica está comprometida con la violencia callejera, algo absolutamente inaudito. Pero el porte de la bandera tricolor es una referencia directa a los ideales revolucionarios desplegados en 1789. No hay que olvidar que esta bandera desapareció de la escena nacional a partir de 1815, con la Restauración borbónica, y que fue ondeada de nuevo en los sucesos de Julio de 18308.

8No debe extrañarnos entonces el uso de este estandarte nacional revolucionario, pero debe agregarse además que el padre de Eugene Delacroix, Charles-François Delacroix había sido un ardiente revolucionario, miembro de la Convención Nacional que había votado por la ejecución de Luis XVI; fue además Ministro de Asuntos Exteriores en tiempos de la Convención y continuó siendo funcionario durante el gobierno de Napoleón hasta su muerte en 1805. Por lo tanto, la familia Delacroix tenía antecedentes que la liaban con los más ardientes tiempos revolucionarios. No es de extrañar que ahora Eugene desplegase toda una retórica de la revolución en La Libertad guiando al pueblo, muy a pesar de su condición de refinado y elegante burgués.

En cualquier caso, La Libertad guiando al pueblo es como una tormenta que se abalanza contra el espectador. Sin embargo, no idealiza la revolución per se. No presenta los actos revolucionarios como buenos en esencia, sino que más bien plantea a la revolución como un asunto contradictorio. La Libertad, parece decirnos el pintor, no es algo que pueda controlarse cuando desata su poder. Con esta pintura, Delacroix encara su tiempo, propone a su contexto a partir de él. La orientación hacia lo antiguo es sólo un recuerdo que también se actualiza como ha actualizado la figura clásica de la Libertad. El presente es el momento de la acción y de las referencias. Delacroix había irrespetado ciertas convenciones y no faltó quien se lo hiciera saber. Étienne-Jean Delécluze (1781-1863), discípulo favorito de Jacques-Louis David, no dejaría de referirse a Delacroix con desaprobación “por constituir «l’extremegauche en peinture»” (Boime, 1987, p.110).

3.5. El Nuevo Mundo y la historia en John Trumbull

Antes de que Delacroix asombrara a todos en el Salón de 1831, en 1817, John Trumbull recibía del Congreso de los Estados Unidos la comisión de realizar cuatro grandes pinturas para adornar el interior del Capitolio, en Washington. Se decidió otorgar a Trumbull la suma de 32.000 dólares (Caffin, 2005), lo que constituía entonces un monto excepcionalmente alto y debe hablarnos de la intención del Congreso de conmemorar ciertos eventos de la historia de la nueva república. Para Charles H. Caffin (2005) habría sido la fidelidad a los sucesos históricos y no la idea de hacer de sus pinturas mera decoración lo que motivó a Trumbull en la concepción de las cuatro obras.
Los temas escogidos para estas cuatro pinturas fueron: La Presentación de la Declaración de Independencia, La rendición del General Burgoyne, La rendición de Lord Cornwallisy Washington renunciando a su comisión. La primera de estas obras es la más conocida, reproducida e importante de todas. Sin embargo, pocos saben que está basada en una obra mucho más pequeña realizada por Trumbull con anterioridad, empleando una buena cantidad de estudios del natural en cuanto a los retratos de un número significativo de signatarios del magno documento. Esa obra previa se encuentra hoy en la Galería de Arte de la Universidad de Yale y contó con la colaboración del mismo Thomas Jefferson, quien se mostró muy entusiasmado cuando Trumbull le comentó de sus planes de pintar una serie de escenas sobre la historia de la nación y se mostró dispuesto a colaborar con él. Jefferson invitó al pintor a quedarse con él en París, dado que el Congreso le había nombrado ministro representante de los EEUU ante el reino de Francia en 1785.
Al año siguiente, Trumbull inicia entonces sus labores de concepción de lo que será The Presentation of the Declaration of Independence (Lám.8). Lo primero era registrar los rostros de los protagonistas y Jefferson, por supuesto, sería el primero en ser objeto de los pinceles del artista. Su intención era incluir en la pintura a los 56 signatarios, pero tan sólo logró registrar la semblanza de 42 de ellos, incluyendo a otros que estuvieron en el debate, pero no firmaron el documento, como John Dickinson (Hazleton, 1907). La obra conservada en Yale sería concluida en 1816, veinte años después de iniciada. Ese año, el 26 de Diciembre, Trumbull escribía a Thomas Jefferson:
“Cerca de treinta años han transcurrido desde que, bajo su amable protección bajo su hospitalario techo en Chaillot, pinté su retrato en mi obra de la Declaración de Independencia, la composición que había sido planeada dos años antes en su biblioteca.
(…)
El gobierno de los EEUU está restaurando a más de su esplendor original los edificios dedicados a propósitos nacionales, en Washington, los cuales fueron sacrificados bárbaramente ante la furia de la guerra (por los británicos en 1814). Y he pensado que esta es una buena oportunidad para hacer mi primer intento en el patronazgo público y solicitar ser empleado en la decoración de las paredes de esos edificios con pinturas que ya han ocupado muchos años de mi vida.
La Declaración de Independencia está terminada y es una de ellas. Las llevaré todas conmigo a la sede del gobierno, en unos días no sólo hablaré sobre lo que pretendo hacer, sino que les mostraré lo que ya he hecho. Espero que se considere que la Declaración de Independencia con todos sus retratos de tantos eminentes patriotas y hombres de estado, quienes sentaron las bases de nuestra nación… sea un ornamento apropiado para el Salón del Senado y la Cámara de Representantes” (Trumbull a Jefferson citado por Hazleton, 1907, p. 33).
Más tarde, el 10 de Enero de 1817, Jefferson respondía a su viejo amigo:
“Le incluyo una carta para el Coronel [James] Monroe, quien sin duda hará todo lo que pueda hacer por usted y no será lo menos. Su cálido corazón le imprime fervor y entusiasmo a sus buenos oficios. Se la he dado ya a él, para que esté al tanto del asunto cuando sea necesario… Sé de su opinión y disposición favorables hacia usted. Me regocija que las obras en las que por tan largo tiempo ha trabajado y contemplado estén próximas a concretarse. Si la legislatura, en la reedificación de los edificios públicos, tomara con espíritu también su decoración, usted debe ser el primer objeto de su atención.
Espero que lo hagan y se honren a sí mismos, a su país y a usted, preservando estos monumentos de nuestros logros revolucionarios” (Jefferson a Trumbull citado por Hazleton, 1907, p. 33).
Con semejante recomendación, el Congreso no podía decidir sino a favor de John Trumbull. Así fue y entre los argumentos que sustentaron la decisión puede leerse en la Resolución de la Cámara de Representantes acerca de la decoración del Capitolio que el tiempo entonces era el apropiado para que “un artista vivo de gran habilidad y talento, un compatriota de la saga y los heroes revolucionarios, pueda transmitir su certero parecido a la posteridad” (citado por Hazleton, 1907, p. 33). Para el pintor era muy importante la opinión de Jefferson y lo mantuvo al tanto de sus progresos en torno a las obras comisionadas por el Congreso. Sobre aquella iniciada en París en 1786, Trumbull escribe al Padre Fundador el 28 de Diciembre de 1817:
“He hecho un progreso considerable en la gran pintura de la Declaración de Independencia para el Capitolio. He dedicado mi tiempo enteramente a ella por ser la de mayor interés para la nación y la más importante para mi reputación, sin olvidar que el tiempo y la salud pudieran fallarme.
(…)
El interés universal que mis compatriotas sienten y siempre deberán sentir sobre un evento importante sobre cualquier otro, debe en algún grado liarse a la pintura que preservará la semblanza de cuarenta y siete de esos patriotas a quienes les debemos ese memorable acto y todas sus gloriosas consecuencias” (Trumbull a Jefferson citado por Hazleton, 1907, p. 34).
No cabe duda que Trumbull tenía altas expectativas acerca de su obra y que Jefferson habría podido compartirlas, no sólo en cuanto a la calidad artística de la misma sino también en cuanto a la recepción de la obra y el significado que ésta pudiera tener para la interpretación de un hecho por demás prominente. De acuerdo con David McCullogh (2008), Trumbull consideró a esta pintura como su gran misión, su causa de vida. No obstante, la escena es en exceso formal y ficticia, porque nunca tuvo lugar una reunión de todos los representantes para la consignación del Acta de Independencia. Para McCullogh (2008), lo realmente valioso de esta pintura es el registro realizado por más de 20 años de los rostros de protagonistas de este histórico suceso9.

9A los efectos, Thomas Jefferson sería retratado por Trumbull en París, John Adams en Londres, John Hancock y Samuel Adams en Boston, Edward Rutledge en Charleston, por sólo mencionar algunos, lo que muestra que el pintor llevó a cabo un peregrinaje de años para recabar las semblanzas de la mayor cantidad de representantes del Congreso de 1776. David McCullogh es autor del libro John Adams en el cual se basó la homónima serie de televisión (HBO, 2008)

Al ser los retratos de los protagonistas de la escena el elemento más valioso de esta obra, debemos reconocer en ella poca habilidad del artista para manejar un espacio que, a todas luces, es demasiado pequeño para ubicar cómodamente a tantos pro-hombres y permitir que todos hagan presencia notable. La sección izquierda de la obra es presentada por Trumbull con una perspectiva diferente a la sección derecha, lo que hace que los representantes sentados justo debajo de los estandartes (al centro de la composición) se vean demasiado pequeños en comparación con los redactores de la Declaración que se han situado en un plano medio. Las propias líneas del techo de la sala no se fugan en armonía con la de los bordes de las cenefas, ni con los tablones del piso. Después de trabajar exitosamente elaboradas escenas de batallas, construidas con complejas diagonales y un centro perfectamente determinado, para Trumbull parece haber sido un reto no superado la representación en un espacio cerrado.
Por otro lado, si Jefferson se mostró siempre entusiasta con el proyecto pictórico de Trumbull, John Adams no asumió la misma actitud, aunque nada tiene que ver con las habilidades artísticas del pintor. Sabemos que Adams pudo observar la obra una vez concluida, pero no ha quedado registro confiable de su opinión. Sin embargo, según reporta McCullogh (2012), algunos años antes de 1819 –fecha en la cual Trumbull concluiría la versión de la obra que iría al Capitolio-, Adams le expresó claramente al pintor su parecer acerca de la importancia de la veracidad histórica. De acuerdo con McCullogh (2012, p.623), Adams habría dicho a Trumbull: «Verdad, naturaleza, hechos, deben ser su única guía». Insistiendo en que «No deje que nuestra posteridad sea desorientada con las ficciones bajo la presencia de licencias poéticas y gráficas».
John H. Hazelton (1907) refiere la opinión del célebre hijo de John Adams, John Quincy Adams, en relación a la pintura de Trumbull. En su diario, el 1 de Septiembre de 1818, John Quincy escribió:
“Fui llamado cerca de las 11 en punto a la casa del Sr. Trumbull [en Nueva York], y vi la pintura de la Declaración de la Independencia, la cual está prácticamente concluída. No puedo decir que estoy decepcionado con su ejecución, porque mis expectativas eran muy bajas, pero la pintura es inmesurablemente por debajo de la dignidad del tema… Creo que la antigua obra más pequeña era de lejos superior que esta nueva más grande. Él [Trumbul] piensa lo contrario” (p.35).
El nieto de Samuel Adams (otro de los firmantes del documento fundacional), Samuel A. Wells, escribió el 2 de Junio de 1819 a Jefferson; en esa carta le expresa: “La pintura ejecutada por el Col. Trumbull, representando el Congreso en la Declaración de la Independencia, tendrá, me temo, una tendencia a oscurecer la historia del evento que se supone debe conmemorar” (citado por Hazleton, 1907, p.35). Insiste Wells en la misma carta en que lamentablemente la obra no está además ejecutada en “un estilo digno del tema” (citado por Hazleton, 1907, p.35).En respuesta, Jefferson, por entonces de 76 años, tan sólo indicó: “No he podido ver la pintura ejecutada últimamente por el Col. Trumbull” (citado por Hazleton, 1907, p.36).
Independientemente del resultado final, lo cierto es que Trumbull pareció siempre muy comprometido en la preservación de la memoria de los acontecimientos que habían iniciado un proceso histórico a todas luces revolucionario en las Trece Colonias del Norte de América. En una carta dirigida a Jefferson en 1789, el pintor le expresa:
“El más grande motivo que poseo para comprometerme en mi persecusión de la pintura, ha sido el deseo de conmemorar los grandes eventos de la revolución de nuestro país. Soy sensible al hecho de que esta profesión, en su práctica general, es frívola, poco útil a la sociedad y sin valor para un hombre que tiene talentos para proyectos más serios. Pero, preservar y difundir la memoria de la noble serie de acciones jamás presentada en la historia del hombre; dar a los hijos de la opresión e infortunio del presente y del futuro tales gloriosas lecciones de sus derechos y del espíritu que debe afirmar y sostenerlos, e incluso transmitir a sus descendientes la semblanza personal de aquellos que han sido grandes actores en estas ilustres escenas, son propósitos que dan dignidad a la profesión” (citado por McCoubrey, 1964, p. 40).
Mirar The Presentation of the Declaration of Independence sin considerar las intenciones y propósitos expresados por el propio autor, es fútil. Puede que la obra no lograse tales propósitos, pero ella encarna una intención que forma parte de sí como hecho cultural que es. Para el momento de su regreso a los EEUU en 1804, luego de que partiera a París por invitación de Jefferson, Trumbull siente temor por el ambiente que encuentra en el país. En su opinión era notable la falta de unidad nacional. A su sobrino le escribe al llegar: “Temo profundamente que a mis compatriotas les importe poco la única cosa que pretendo entender” (citado por Cooper, 1982, p.12).
Trumbull fue, como muchos de su generación, abiertamente patriotico, no sólo en sus cartas, sino, en su caso particular además, en su pintura. Creía que tenía el deber de desarrollar en los EEUU la pintura histórica al estilo de Benjimin West, su maestro. De hecho, incitado por West, Trumbull había realizado, durante su estadía de aprendizaje artístico en Londres, algunas escenas referidas a la Guerra de Independencia de su país. Destaca de ese grupo La muerte del General Montgomery en Quebec (1787), en la cual es clara la influencia de West en la composición y presentación de los personajes principales, muy al estilo de su afamada Muerte del General Wolfe. En una carta dirigida a su hermano Johnathan, en 1784, Trumbull le expresa: “Las pinturas de West son casi el único ejemplo en el arte de ese estilo en particular que me es tan necesario, pinturas de tiempos y maneras modernas” (citado por Paulson, 1982, p.350). En La muerte del General Montgomery en Quebec, como las realizadas por Trumbull en sus años en Inglaterra, parecen apuntar a la visión de sacrificio tras sacrificio en el empeño por la Independencia. Esas muertes no serían sino el nacimiento de una nación.
Pero a pesar de sus esfuerzos, la pintura de historia no fue aceptada ampliamente en los EEUU. John Adams le envió una carta a Trumbull en 1817, en la cual despliega toda la frustración que pudo sentir ante la ausencia de interés por la Revolución y su historia entre las nuevas generaciones, por lo que consideró una pérdida de tiempo el insistir con la pintura de historia. En palabras de Adams: “Ruego disculpe a mi país cuando le digo que no veo disposición a celebrar o recordar, ni siquiera la curiosidad para inquirir sobre acciones o eventos de la Revolución. Estoy, en este sentido, más inclinado a la desilusión que a la esperanza en el éxito de su pintura” (citado por Cooper, 1982, p. 15)10.

10Si la representación realizada por Trumbull de La Presentación de la Declaración de Independencia no tuvo el éxito que él esperaba, tampoco la tuvo una representación anterior iniciada por Robert E. Pine (1730-1788) y concluida por Edward Savage (1761-1817). Esta obra, terminada en 1801 y que muestra el momento de la votación en el Congreso para tomar la decisión en torno a la Independencia, fue rápidamente reproducida masivamente a través de la técnica de la mezzotinta. La obra de Trumbull también fue reproducida en 1820, en grabado, por Asher Durand (1796-1886) como encargo del pintor. Se sabe que la difusión de este grabado fue amplia y que además fue reproducida en grabados de menor calidad en muchas ocasiones posteriormente. Es conocido además el billete de 2 dólares que fue emitido en 1862 por primera vez y que estuvo en circulación hasta 1966, el cual tenía al dorso la escena de la obra de Trumbull. (Lyons, 2005)

Trumbull no cesó en su empeño como ya vimos. Deseaba más que nada influir en la opinión política en una escala que podríamos calificar de dramática -por su puesta en escena- a través del impacto visual de su pintura. Sin embargo, nunca consiguió el reconocimiento en esa esfera como sucedió con su maestro West o con David y Delacroix. Como David en Francia, Trumbull había sido un activo participante en los asuntos de la Revolución americana y era consciente de que el arte podía afectar nuestra visión de la historia. No se percató en cambio de que el arte puede llegar a ser una herramienta para evidenciar los variados rompecabezas dentro de la historia y el artista podría terminar siendo la clave para su comprensión. Él y su arte son una clave importante para comprender ese momento en la historia de los EEUU en el que la generación que asumió llevar a cabo la Independencia debe ceder el testigo a las siguientes.
Ronald Paulson (1982) ha propuesto una interesante interpretación del conjunto de pinturas que Trumbull ejecutó para el Capitolio, incluyendo La Presentación de la Declaración de Independencia. Para este autor, Trumbull habría reinterpretado la alianza bíblica del pueblo elegido con Dios en lo referente al proceso de la Independencia americana. Aunque no tenemos de Trumbull ninguna expresión que así lo confirme no deja de ser interesante que, en efecto, el Acta de Declaración de Independencia es una nueva alianza entre los miembros de una sociedad heterogénea, con diversos credos religiosos, de profesiones disímiles y de posturas políticas encontradas. La única nueva norma para todos sería la Libertad y eso ha de ser el aglutinante fundamental. Ve Paulson (1982), incluso, un recuerdo de la legitimación por parte del Espíritu Santo en los estandartes y banderas colocados por el pintor al centro de la pared del fondo en La Presentación de la Declaración de Independencia.
En cualquier caso, si Trumbull quiso insistir en la necesaria unidad nacional a través de su arte para el Capitolio en Washington, debemos sospechar al menos la existencia de visibles grietas en esa alianza originalmente establecida en 1776. Esas grietas quizás tengan su más terrible desenlace en la Guerra Civil (1861-1865) y que dejó saltar sus primeras chispas, aunque por razones distintas en la rivalidad de visiones de los propios Padres Fundadores John Adams y Thomas Jefferson desde finales del siglo XVIII. En 1785, Richard Price (1723-1791), un predicador y moralista galés, entusiasta de la Revolución en las colonias americanas, publicó una obrita singular titulada Observations on the importance of the American Revolution. Al inicio de este ensayo puede leerse:
“Quizás no vaya tan lejos al decir que, junto a la introducción del Cristianismo entre la humanidad, la Revolución americana probaría ser el paso más importante en el curso progresivo del mejoramiento humano. Es un evento que podría producir una difusión general de los principios de humanidad y convertirse en la vía para hacer libre al hombre de los grilletes de la superstición y la tiranía” (p.6).
Sin embargo, ya en la última página de su reflexión, Price (1785) expresa con preocupación:
“El tiempo presente, aunque auspicioso para los Estados Unidos si avanza sabiamente, es crítico; y a pesar de que parecen haber cesado los peligros que le amenazaban, éste podría ser tiempo de grandes riesgos. He estado muy mortificado desde que he llegado a las líneas finales de este escrito, más de lo que puedo expresar por asuntos que me han llevado a temer que he llevado muy alto mis ideas sobre los Estados Unidos, engañándome a mí mismo con expectativas visionarias. El retorno de la paz y el orgullo de la independencia podrían conducirles a la seguridad y disipación. Podrían perder el amor de esas virtudes y simples maneras por las que solo una república puede subsistir largamente. El falso refinamiento, el lujo y el celo excesivo podría distraer el gobierno y la colisión de intereses, sujetos a ningún control podrían romper la unión federal. La consecuencia será que el más justo de los experimentos jamás intentado en los asuntos humanos sea abortado y la Revolución que ha revivido las esperanzas de los hombres buenos y ha prometido una ruta a tiempos mejores, se convertirá en desaliento para futuros esfuerzos a favor de la libertad y probará solo haber sido una abertura a una nueva escena de degeneración y miseria humanas” (p.85).

4. CONSIDERACIONES FINALES

Francis Haskell (1982) ha indicado que los cambios manifiestos en la pintura de historia desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX guardan relación con los cambios en las actitudes hacia la historia misma. El hurgar en el pasado griego y romano para emplearlo como tamiz para hablar sobre el presente, había sido lo común y aunque Grecia y Roma continuarán siendo fuentes temáticas para la pintura de historia, ahora los artistas revisarán el pasado de sus propias sociedades en busca de una identificación mayor con el presente. Es por ello que en algunos casos la Edad Media e incluso los siglos XVI y XVII se convierten en momentos favorecidos por los artistas en su interpretación de la historia. Esto, para Haskell (1982), representaría “una búsqueda totalmente consciente de un repertorio de escenas que deberían ser más significativas para sus contemporáneos de lo que era la iconografía de Grecia y Roma que había sido hasta entonces la reina suprema” (p.117).
Sin embargo, hemos visto que lejos de constituir un desfile de anecdóticos episodios sin conexión con el presente, la pintura de historia a partir de las últimas décadas del siglo XVIII adquirió paulatinamente un significado más profundo y fue dirigiéndose “a un público muy preocupado por el equilibrio del nuevo mundo del siglo XIX con el del pasado” (Haskell, 1982, p.118).Desde David a Trumbull pudimos constatar que la preocupación por la interpretación pictórica del pasado, sobre todo el pasado inmediato, se instaló en los talleres y los intereses de los artistas más talentosos. En su longitud, el siglo XIX verá el reverdecer pictórico de un pasado más lejano con clarísimos visos nacionalistas; un pasado en el cual la génesis de la nación tendría todo sentido, pero sin aspavientos revolucionarios y con una verosimilitud histórica en las representaciones que les haría proverbiales. Pero eso es harina de otro costal y debe buena parte de su impulso a la labor de estos primeros re-intérpretes del pasado a través de la pintura.

REFERENCIAS

1. Argan GC (1975). El arte moderno. Valencia: Fernando Torres Editor.
2. Bello E (1986). Rousseau y la filosofía de la historia. Anales de Filosofía, Vol. IV.
3. Boime A (1987). Pasado y presente en el arte y el gusto. Madrid: Alianza.
4. Boime A (2008). Art in an Age of Civil Struggle, 1848-1871. Chicago: University of Chicago Press.
5. Burleigh M (2005). Poder Terrenal. Religión y política en Europa. Madrid: Taurus.
6. Caffin CH (2005). The story of american painting. Nueva York: Kessinger Publishing.
7. Checa F, Morán JM (1989). El Barroco. Madrid: Ediciones Istmo.
8. Cooper HA (1982), John Trumbull: The Hand and Spirit of a Painter. Yale: University Art Gallery.
9. Crow TE (1989). Pintura y sociedad en el París del siglo XVIII. Madrid: Nerea.
10. Daix P (2002). Historia cultural del arte moderno. Madrid: Cátedra.
11. De-Anteuil L (1990). David. Nueva York: Harry Abrams Publishers.
12. Evans G (1959). Benjamin West and the taste of his times. Southern Illinois University Press.
13. González-Varas I (2006). Conservación de bienes culturales. Teoría, historia, principios y normas. Madrid: Cátedra.
14. Grossman L (2014). Benjamin West: history painting to the King. Royal Academy of Arts. Recuperado de http://www.racollection.org.uk/ixbin/indexplus?record=ART309&_IXFILE_=templates/pages/kiosk/video3.html.
15. Haskell F (1982). Pasado y presente en el arte y el gusto. Madrid: Alianza.
16. Hazleton JH (1907). The historical value of Trumbull’s ‘Declaration of Independence’. The Pennsylvania Magazine of History and Biography, 31(1).
17. Johnson D (1993). Jacques-Louis David. Art in Metamorphosis. Princeton: University Press.
18. Lyon D (2009). La Postmodernidad. Madrid: Alianza.
19. Lyons M (2005). William Dunlap and construction of american art history. University of Massachusetts Press.
20. Macarrón AM (2001). Historia de la conservación y la restauración. Madrid: Técnos.
21. Mate R (Dir.) (1993). Filosofía de la Historia. Madrid: Trotta.
22. Mccoubrey J (1964). American Art, 1700-1960: Sources and Documents. NY: Prentice Hall.
23. McCullogh D. Entrevistado por Neil Commen para NPR (2008). John Adams’ Legacy Revisited in HBO Series, 18 de Abril, National Public Radio. Recuperado de http://www.npr.org/templates/story/story.php?storyId=89655645).
24. Mccullogh D (2012). John Adams. Nueva York: Simon and Schuster.
25. Mitre E (1997). Historia del pensamiento histórico. Madrid: Cátedra.
26. Mosse GL (1997). La cultura del siglo XIX. Barcelona: ARoeñ.
27. Paulson R (1982). John Trumbull and the representation of the American Revolution. Studies in Romanticism, 21(3).
28. Price R (1785). Observations on the importance of the American Revolution, L. White & W. Dublín: Whitestone.
29. Raynero L (2001). La noción de libertad en los políticos venezolanos del siglo XIX, 1830-1848. Caracas: Ucab.
30. Romero A (2000). Filosofía de la Historia. Recuperado de http://www.anibalromero.net.
31. Rosenblum R, Janson HW (2004). 19th Century Art. Nueva York: Harry N. Abrams.
32. Walsh WH (1968). Introducción a la Filosofía de la Historia. México: Siglo XXI.